Hay viajes que se antojan incompletos hasta que no concluyen y reposan. Encuentras a tu vuelta que todo sigue igual pero distinto, como un impostor de tu propia vida. Experiencias que te enfrentan a una memoria que muta y te hace anhelar lo inesperado cuando al fin absorbes todo lo vivido.
Viajar lejos suprime tu identidad revelándola como una construcción ficticia y circunstancial. Algo estático como una casa a la que volver que se difumina proporcionalmente a la distancia de anclaje. Recuerdo que durante días tuve la extraña sensación de no ser nadie al vagar por las calles de México sin nadie que supiera más de mí que lo que se observa a simple vista. No hay nada en el frigorífico que te defina, te adaptas, comes lo disponible. En las calles no hay conocidos y la sensación no disminuye cuando llegas a tu habitación donde una cama extraña y un armario breve es casi todo lo que tienes. Todo está reducido a la mínima expresión, incluida tú misma.
Es curioso cómo el tiempo recoloca los recuerdos en las casillas correctas, realza lo importante y descataloga lo evidente.
La fotografía siempre va un paso por delante cuando habla de nosotros, siendo consciente de esta clasificación y defendiendo esa identidad intangible que creemos perdida cuando estamos lejos del hogar. Haciéndose eco de lo que todavía no hemos aprendido.
Estas imágenes muestran la accidentalidad, el contraste, el azar, la belleza desapercibida y la vida suspendida como reflejo de la búsqueda y el encuentro.
Con el tiempo mis imágenes y mis recuerdos casan como las líneas de dos transparencias idénticas.

Sonia Espigares. Octubre de 2016